– ¿Cuántas conchitas hay?
– No sé. Muchas.
– ¿Y cuántas son muchas?
– Cuente.
– Bueno.
Dejó de mirarme y comenzó a contar todos los caparazones olvidados que había en la playa, tarea difícil considerando que no se podía dar un paso sin pisar alguno.
– Llevo diez.
– ¡Muy bien!
Volvió, y traía en la mano un gran caparazón en forma de espiral.
– Mire esta conchita: toda bonita.
Me lo entregó.
– Si se la pone en el oído así – me acerqué el lado hueco del caparazón al oído – se puede escuchar el mar.
Le entregué el caparazón, e inmediatamente se lo colocó en el oído. Sus ojos cafés se abrieron de par en par y resplandecieron como nunca. Inmediatamente comenzó a buscar dentro del caparazón.
– Pero acá no hay nada.
– Claro que sí. Busque bien.
Siguió mirando, buscando, sus ojos seguían abiertos, igual que su boca.
– ¡Ya lo encontré! ¡Mire, mire!
Me acercó el caparazón y me mostró unas paticas que se movían lentamente dentro de él.
– ¡Ay no! Suéltelo, déjelo en la arenita.
– ¿Por qué?
– Es que está vivo. Es un cangrejo que quiere volver al mar.
– ¿Por eso es que suena así?
– No, suena así porque dentro, tiene aire, que está vibrando.
– Ah, ya… ¿Y no me lo puedo llevar para la casa?
– Claro que no; él pertenece aquí, al mar, a la arena.
– ¿Y si llevo un poquito de arena y de mar también?
– ¿Pero en donde va a llevar todo eso?
– En la maleta.
– Pero el mar se le riega.
– El mar lo llevo en una bolsita, para que no se riegue.
– ¿Y si el cangrejo se pone bravo y lo muerde?
– ¿Y por qué se va a poner bravo?
– Porque los cangrejos son muy de mal genio.
– ¿Sí?
– Sí.
– Ah, ¿entonces no me lo puedo llevar?
Miró hacia abajo, sus ojos se pusieron tristes, toda su cara se puso triste.
– Es mejor que no, es muy complicado.
Seguía mirando hacia abajo, pero dejó de estar triste; comenzó a pensar, su ceño se frunció y comenzó a tocarse los dedos, a morderse los labios.
– ¿Y si entonces nos quedamos viviendo acá?
– ¿Sí le gusta el lugar?
– Sí.
– ¿Y el calor?
– Para eso está el mar.
– ¿Y sus amigos?
– El cangrejo es mi amigo.
– ¿Y si el cangrejo se muere?
– Lo enterramos, como a mi abuelita
– ¿Y entonces se quedaría sin amigos?
– El cangrejo no va a ser mi único amigo, también están las gaviotas, los peces, el mar.
Me quedé viéndolo.
– Vivir acá es mucho mejor. ¿A usted no le gusta?
No le respondí.
– Siga contando las conchitas, mejor; todavía le faltan.
– Bueno.
Caminó hasta donde había hallado el cangrejo y lo puso allí de nuevo. Siguió contando.
Yo me quedé viéndolo, pensando; el tiempo se me fue como si nada, de un momento a otro, el cielo estaba pintado de colores: amarillo, naranja, rojo, azul, y hasta morado.
– Los atardeceres acá son los mejores – recordé a Cecilia, con su voz de terciopelo y su cadencia indescriptible, con su seseo que se arrastraba por sus dientes, y su sonrisa tan risueña. Una lágrima se me salió, y cayó a la arena, entre los caparazones.
– Todo es más bello aquí, hasta las lágrimas.
– ¡Abuelito! Ya las conté toditas.
Llegó corriendo, empapado en sudor. Tenía los ojitos cansados, pero alegres, la nariz quemada, pero con las fosas abiertas, la boca seca, pero sonriente.
– ¿Cuántas hay?
Justo me iba a responder cuando una ola llegó hasta nuestros pies y se llevó todos los caparazones que había en la arena. Suspiré, con una mezcla de sentimientos: rabia, sorpresa, hasta risa. Él miró hacia abajo, pero su expresión no cambió: sus ojitos seguían felices, su naricita con las fosas abiertas, y su boquita sonriente.
– Una. Fue más fácil de lo que creí.
– ¿Una? Pero yo no veo ninguna.
Me tomó por sorpresa.
Sus manitos estaban atrás, las llevó hacia adelante. Tenía un gran caparazón, en forma de espiral.
– Mírela. Si se la pone en el oído, se puede escuchar el mar.
Me entregó el caparazón, e inmediatamente me lo puse en el oído. Efectivamente, podía escucharse el mar, con absoluta claridad.
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