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El Partir de un Descalzo.


No parecía él en el ataúd.

Lucía muy diferente: sus ojos cerrados, sin expresión, al igual que su boca. Le pusieron un traje: camisa azul, corbata azul, saco azul, pantalón azul. Él odiaba el azul, siempre lo decía. Pero lo que más me entristecía era ese par de zapatos de cuero y suela de madera.

Jamás, en toda su vida, había usado zapatos. Los odiaba.

“¿Para qué me voy a poner unos verracos zapatos? Yo no tengo nada qué aparentar, mijo; voy a seguir siendo contador con chanclas o con zapatos, con pijama o con cachaco. Déjeme tranquilo que no voy a discutir con usted, y mejor páseme esas chanclas que hay allá.”

Siempre enfurecía cuando le sugería ponerse zapatos, me dejó de hablar la vez que le regalé un par por su cumpleaños. Odiaba que no usara zapatos.

“Eso huele a pecueca, y mire que ya ni color tienen.”

Mi mamá siempre le decía que sus chanclas preferidas estaban feas, él se reía y con más gusto se las ponía, hasta para ir a Misa.

Con el tiempo tuve que comprender que no había nada por hacer, él no iba a usar zapatos nunca. Realmente no importaba, él era feliz, el hombre más feliz que conocí: bailaba, cantaba, cocinaba, tomaba, organizaba el jardín con mi mamá, contaba chistes, eructaba, dejaba pedos silenciosos y fétidos en los lugares por donde pasaba, definitivamente tenía pecueca, y reía estruendosamente. Era más feliz que cualquiera que utilizara zapatos.

El día en que me casé, le pedí a mi mamá que lo convenciera de usar zapatos: era el día más especial de mi vida. Lo hizo, utilizó los zapatos que le regalé, se veía diferente, lucía incómodo; siempre se quedaba a cerrar las fiestas, pero esta vez se fue después de la comida; no bailó, no cantó, no tomó, no contó chistes, y tampoco rio; solo me felicitó, apretando mi mano y dándome un par de palmadas en el hombro.

No volvió a usar zapatos nunca jamás, y no volví a exigírselo.

Todas las fotos de las celebraciones posteriores lo tenían a él usando sus chanclas color caqui: en el bautizo de mi hijo, en su primera comunión, en su graduación.

Le diagnosticaron cáncer de estómago, y tres meses después murió, con unas chanclas puestas.

No parecía él en el ataúd, definitivamente.

Mi esposa estaba sentada a mi lado, la miré y señalé los zapatos. No entendió.

“Ya vuelvo.”

Me paré de la silla, caminé hasta el carro, lo encendí y conduje hasta la casa de mis papás. Abrí la puerta con las llaves que mi mamá guardaba en el contador del agua. Entré a la pieza de mis papás, tomé las chanclas caqui con velcro, sus preferidas. Olían a él.

Me devolví para la sala de velación y fui donde mi papá, con cuidado le quité esos zapatos y las medias, y le puse las chanclas.

Ya era él, definitivamente.




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